
Allí en un claro a un costado del frió altiplano después de la cruenta batalla…
La tarde caía enrojecida al igual que la tierra que sangraba, quizás un millar de cuerpos destrozados llamaban en su putrefacta mudez a los gallinazos ávidos.
Tanto silencio haciéndole venía a la muerte, ni un solo blanco acorazado, ni un solo hijo del sol en pie.
La ultratumba desolación fue interrumpida por el ahogado sonido de una flauta de pan con voz fúnebre entristecida. Por un instante fue lo único que se oyó en aquel paraje mortuorio.
De la nada otra queja sonora le acompañó en su instrumental agonía, era el lloro de una dulzaina aragonesa. Y entre las sombras de los arbustos ensangrentados salíeron temblorosos los músicos en una perfecta sinergia de armonías, mirándose con los ojos aguados, en una hermandad sin palabras que es la música, el único enfrentamiento que sus civilizaciones debieron…
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